Cayó sobre el suelo de mármol,
frío y blanco. Un grifo había quedado abierto, y las gotas al caer marcaban el
tiempo como un metrónomo.
Se sentía como una canción de
cuna inacabada. Las corcheas caían de sus ojos; pequeños riachuelos negros manchados con
sombra de ojos y rímel. Sentía en el corazón lo mismo que cuando se le quedaba
la pierna dormida, le dolía a cuchilladas con cada uno de los latidos
acelerados. Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.
Quería dibujar un pentagrama de
caricias en su espalda, formar una clave de sol entre sus brazos, escribir con
él una melodía de besos. Quería gritar, romper los silencios que manchaban su
fantasía. Acelerar el compás. Quería crear con él un mundo menos frío, cubierto
de gotitas de pintura en el parqué. Con su risa de banda sonora en una sinfonía
interminable.
Pero nunca sería la balada que él entonaría. Su compositor la había olvidado
en un cajón; un papel arrugado lleno de tachones.
Escondió la cabeza entre las
manos cuando alguien abrió la puerta y entró en el baño. Él se sentó a su lado
y pasó un brazo por encima de sus hombros, atrayéndola hacía su pecho. Olía
como las notas agudas de un piano.
Rompió a llorar más fuerte.
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